Por Feliciano Liranzo
Cansado de escuchar historias acerca de Hondo Valle y su reiterada hospitalidad, se decidió mi amigo Eddy Rodríguez a visitar al hermoso pueblito enclavado en las montañas de la Sierra de Neyba.
Cansado de escuchar historias acerca de Hondo Valle y su reiterada hospitalidad, se decidió mi amigo Eddy Rodríguez a visitar al hermoso pueblito enclavado en las montañas de la Sierra de Neyba.
Juntos partimos desde Haina, dispuesto él a descubrir tantas cosas bellas que le habían hablado de Hondo Valle, y yo preparado a enseñarle al amigo, que allí se disfrutaba en grande.
El había escuchado de su gente que era alegre y que la mayoría de los jóvenes eran aplicados y decentes. Y tal como le prometí, “a penas llegues y ya te consideran nativo”, así sucedió, porque a las cuatro horas de estadía ya lo conocían por la cuatro esquina.
Nos reunimos un grupo de tigres, en el buen sentido de la palabra, en nuestro hermoso parque, una mañana cualquiera de un domingo cualquiera del año 1986... y allí debajo de un frondoso laurel empezó la aventura.
Esto es lo que se escuchaba en el grupo, “vamos a ver quiénes son los hombres y quiénes son los muchachos”. Yo, que no soy muy dado a resistir el mucho alcohol, tenía la encomienda de no hacer quedar mal a los muchachos de mi pueblo, y sin saber que iba por un camino espinoso, eché manos a la obra...
Cervezas Presidente iba y venían por montón y todo el mundo comiendo, menos yo. Y este servidor decía “Yo no vine a comer aquí, yo vine a beber... en estos dos días de vacaciones”. ¡Ah! Lo que hace la presión de grupo.
Para las siete de la noche, mi amigo Eddy no aguantó más y lo fuimos a acostar a donde Doña Oliva con un jumo de cuadrito. Y yo ahí como un ‘cañón’.
Esa noche me cerraron todos los bares, el de Niño, el de Chichito, uno que había en la Colonia y finalmente fui a parar a uno que habían hecho en la casa en donde antes vivía mi amigo Ramoncito Núñez con su familia, quienes se habían mudados a la Capital.
Allí empecé a sentirme mal a eso de las tres o cuatro de la mañana y como no había comido mucho, porque “yo no fui a comer allí...” lógicamente no me iba a ir bien. Hablé a Gregorio Montero (Cristóbal), quien no andaba conmigo, y le dije que me sentía mal y decidimos inmediatamente caminar al hospital, situado a unos cinco o seis minutos del lugar.
Las puertas del hospital estaban cerradas y Cristóbal las tocaba insistentemente, porque el tiempo era crucial. Recuerdo que él tocaba la puerta violentamente y luego el vigilante del establecimiento de salud nos abrió y nos sentaron en la sala de espera en lo que despertaban al médico de turno... fue lo último que recordé... más nunca supe de mí... y todo lo que sé desde ese momento hasta las diez de la mañana del lunes, me lo contaron. (Continuará)
(Su comentario a hondovallesur@hotmail.com)