POR: FELICIANO LIRANZO
¡Algo extraño tenía este hombre! Era poseedor de una increíble conducta de honradez. Y aunque en su época no era rara la abundancia de personas honradas, este hombre, mi abuelo paterno, tenía la honradez y la honestidad como estandartes.
¡Algo extraño tenía este hombre! Era poseedor de una increíble conducta de honradez. Y aunque en su época no era rara la abundancia de personas honradas, este hombre, mi abuelo paterno, tenía la honradez y la honestidad como estandartes.
En vista de que vivimos tiempos babilónicos, tiempos en que la honradez brilla por su ausencia, aquel buen proceder del padre de mi padre, cobra mucho más prestigio, y lo vemos como un legado preciado. Cual se aprecia una gema preciosa de valor incalculable.
Nuestra nación, que exhibe hoy un deterioro moral sin precedentes, necesita de hombres como el Viejo Carlos, como le llamábamos cariñosamente. Un hombre dueño de una pulcritud probada, complementada con su alto valor humano y su modo singular de lidiar con los demás.
Su buen corazón todavía resuena hoy, cuarenta años después de dejar el mundo de los vivos, y su actuación sirve como testimonio para las presentes generaciones, cuya mayoría se desvanece entre la delincuencia y las malas costumbres que destruyen la moral.
La historia real se remonta al año de 1968, en la sección llamada Hato Viejo, una comunidad rural de la Provincia de Elías Piña, donde vivía mi abuelo Don Carlos Liranzo, entre sus sembrados de maní y el ardiente sol del sur profundo.
Un día de ese año el Viejo Carlos se levantó más temprano que de costumbre, en otras palabras le ganó a los gallos y a las gallinas, porque tenía mucho que hacer.
Inexplicablemente para algunos de sus hijos que vivían a su alrededor, el Viejo Carlos emparejó su caballo y fue a visitar a unas cuatro personas de la comarca, con el objetivo expreso de saldar pequeñas cuentas de provisiones agrícolas y/o alimenticias.
No le faltó nadie por cerrar. Cuentecillas grandes o pequeñas para él eran iguales, pues estaba de por medio su palabra como garantía infalible.
Para la mañana siguiente ya nuestro querido abuelo había dejado de existir, dejándonos mucho dolor y una gran lección de honradez.
Nuestra nación, que exhibe hoy un deterioro moral sin precedentes, necesita de hombres como el Viejo Carlos, como le llamábamos cariñosamente. Un hombre dueño de una pulcritud probada, complementada con su alto valor humano y su modo singular de lidiar con los demás.
Su buen corazón todavía resuena hoy, cuarenta años después de dejar el mundo de los vivos, y su actuación sirve como testimonio para las presentes generaciones, cuya mayoría se desvanece entre la delincuencia y las malas costumbres que destruyen la moral.
La historia real se remonta al año de 1968, en la sección llamada Hato Viejo, una comunidad rural de la Provincia de Elías Piña, donde vivía mi abuelo Don Carlos Liranzo, entre sus sembrados de maní y el ardiente sol del sur profundo.
Un día de ese año el Viejo Carlos se levantó más temprano que de costumbre, en otras palabras le ganó a los gallos y a las gallinas, porque tenía mucho que hacer.
Inexplicablemente para algunos de sus hijos que vivían a su alrededor, el Viejo Carlos emparejó su caballo y fue a visitar a unas cuatro personas de la comarca, con el objetivo expreso de saldar pequeñas cuentas de provisiones agrícolas y/o alimenticias.
No le faltó nadie por cerrar. Cuentecillas grandes o pequeñas para él eran iguales, pues estaba de por medio su palabra como garantía infalible.
Para la mañana siguiente ya nuestro querido abuelo había dejado de existir, dejándonos mucho dolor y una gran lección de honradez.
¿Tienes una historia? compártela aquí: hondovallesur@hotmail.com